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Ongamira: el valle de todos los tiempos

Ongamira: el valle de todos los tiempos

Supo estar bajo el Océano Pacífico hasta que se formó la Cordillera de los Andes. Corazón de resistencias donde se cruzan los caminos de los pueblos originarios con los del invasor español. Los de Deodoro Roca con los del “Che” Guevara. Todo en medio de un paisaje inconmensurable.

Especial de  María Eugenia Marengo *

A tan sólo ocho kilómetros al norte de Capilla del Monte, el camino a Ongamira se bifurca de la ruta 38 y amanece en un valle que nace. Este pequeño lugar, en el departamento de Ischilín, es el corazón de resistencias que perviven en un mismo tiempo histórico. Pasados y presente afloran desde lo más profundo. De estas tierras tira la memoria y entre sus ovillos, la historia de Deodoro Roca, el impulsor de la reforma universitaria, es una de las tantas vivencias entreveradas en este valle de legados.

Ongamira supo estar bajo el Océano Pacífico, hasta que se formó la Cordillera de los Andes. Hoy irrumpe con sus piedras de millones de años, el bosque serrano y los pastizales sobre la cima de sus cerros. Reúne todos los tiempos en las capas de sus tierras que resguardan hasta caracoles de mar. Las etnias hênîa y kâmîare aún respiran en el aire de este valle que carga las épocas de la invasión española.

Los relatos orales sobre lo que sucedió, se trasladan a una penosa lucha contra el español. El cerro Colchiquí, se dice, fue el último lugar de la resistencia indígena en 1574. Escapando de la esclavitud que los ojos del invasor auguraban, emprendieron otro viaje y desde lo alto de este cerro se lanzaron mujeres, niñxs y hombres, en una despedida trágica de este mundo. Colchiquí, ese nombre, vino después. El cerro, con sus 1.575 metros sobre el nivel del mar, se llamaba Charalqueta, por ser un homenaje al dios de la alegría, lugar donde se reunían para adorar a la luna y al sol. Transformado por el impulso del conquistador, pasó a llamarse Colchiqui, en alusión al dios de la fatalidad y la tristeza.

Una postal panorámica de paredones, aleros y cuevas rojizas se destiñen con los oscuros que sombrean sus árboles. Hace 104 años Deodoro Roca escribía, en este lugar, el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria. Gustavo, uno de sus nietos, vive en la casona de Ongamira que construyó su padre sobre el terreno que tenía Deodoro, con árboles frutales, una pileta -que ya no existe- y una carpa itinerante que solía armar para sus nietos, nietas y amigos.

Deodoro nació el 2 de julio de 1890 en Córdoba capital, en la casa de la calle Rivera Indarte. “Como todo cordobés o era beato o era abogado”, comienza Gustavo dando cuenta de la pertenencia a una de las familias más tradicionales de la ciudad cordobesa y del país. El 7 de junio de 1942 murió en su casa de Córdoba, sin que ninguno de sus nietos llegara a conocerlo.

El 21 de junio de 1918, Deodoro Roca publicaba el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria que sería fuente de inspiración para los movimientos estudiantiles de toda América Latina: “Córdoba se redime. Desde hoy contamos con una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”, pronosticaba el comienzo del Manifiesto.

Las manifestaciones universitarias comenzaron a visibilizar el descontento estudiantil desde marzo de 1918, siendo uno de los epicentros más importantes la huelga del 15 de junio. La necesidad de cambios profundos en la Universidad, también se enmarcaba en el modelo de país que se discutía entre los y las jóvenes. La reforma cuestionaba, entre otras cosas, el sistema de privilegios por el que se regía la Universidad, las elites que accedían a estudiar eran directamente homologables a las elites que gobernaban el país. Por eso, Deodoro reforzaba esta idea vertebral de su pensamiento: “no hay reforma universitaria sin reforma social”.

Sus nietos, Gustavo y Manuel, no lo encasillan: ni socialista, ni marxista, ni comunista. “Ya era un desclasado en aquella época. Odiado y admirado”, dicen. Amigo de paisanos e intelectuales, sensibilizado por la naturaleza, Deodoro llegó a Ongamira desde muy joven, en una salida a caballo que había emprendido junto a un hermano, desde Villa General Mitre, en el departamento de Totoral, al norte de la provincia.

El bar de los Supaga

Entre unas pocas viviendas aisladas, aparece la de la familia Supaga, amigos de Deodoro desde sus primeras visitas por Ongamira. Una casa blanca, de techos bajos y chapa, se extiende a lo ancho con algunas habitaciones de ventanas añejas, que supieron ser un hotel en el que solía hospedarse Deodoro. Los Supaga todavía la mantienen junto a un antiguo bar donde Deodoro se reunía con sus amigos y colegas.

El silencio casi sepulcral es un pasaje hacia el encuentro con caballos atados al palenque y a los pasos lentos de sus habitantes recorriendo los caminos. “En 1910 conoce Ongamira con su hermano, tenía 14 años. Viene varias veces más y encuentra a estos paisanos Supaga, donde termina alojándose”, cuenta Gustavo. Hoy, donde alguna vez hubo pulpería en el año 1880, se encuentra el “Museo Deodoro Roca”, con algunas de sus pertenencias, organizado por Feliciano, el bisnieto de Felipe Supaga, el primer amigo de Deodoro en Ongamira.

Bar de los Supaga. Foto: María Eugenia Marengo

Entre algunas de sus anécdotas por estas tierras, recuerdan aquella en que Deodoro junto a un vecino se lamentaban por el loteo masivos de tierras y el peligro de que el valle comience a modificar su paisaje. Entonces se les ocurrió poner un cartel que decía: “Próximamente Lazareto Leprosario Doctor Finocchietto”.

“Eran famosos los juicios donde iba Deodoro. Siempre llevaba un criollo en el bolsillo y comía pan en los juicios. Absolutamente informal. Ideológicamente muy formado”, dice Gustavo e insiste en conseguir sus escritos críticos sobre la llamada “década infame”, de la Argentina de los años ‘30.

Deodoro no salió más que dos veces del país, tenía una correspondencia asidua con pensadores de diversos lugares y visitantes como Mario Bravo, Alberti, Atahualpa, entre otros. “El lugar más triste del mundo”, dijo Pablo Neruda cuando lo visitó en Ongamira y quedó perplejo entre la historia y el entorno. En los intercambios de ideas, Deodoro fundó el periódico “Flecha” y la revista “La Comuna”, atravesada por el contexto social y citadino.

En las galerías del antiguo salón de los Supaga se discutió la Reforma y se escribió el Manifiesto Liminar. No se puede tomar la Universidad como un claustro, decía Deodoro. “Luego quedó como un movimiento estrictamente universitario, aséptico, alejado de la realidad social y política. Si vemos el Cordobazo tiene mucho origen en la Reforma, unión de obreros y universitarios, su sentido libertario y revolucionario”, explica Manuel.

Para Manuel y Gustavo, Ongamira también es la historia íntima de sus padres. Su madre Elisabeth Feigin y su padre, Gustavo Roca, se conocieron por primera vez en este valle con sólo cinco años de edad. Aún estaba la pileta vieja, donde Deodoro solía salir desnudo, “con una corbata y una flor en la cabeza, no quedaba nadie”.

Cuando se aburría de los que venían a visitarlo se iba a pintar o visitaba algún paisano, como Don Samuel Córdoba. Llegaba con una botella de vino para comer algún puchero. Don Samuel le decía: “doctor en mi casa hay de todo, y lo que falta, falta”, y por ahí solo tenía ginebra y yerba. “Don Samuel vivía a campo, dormía con los perros como el viejo vizcacha”, recuerdan.

En una noche del invierno de 1942, moría Deodoro en su casa de Córdoba. Se iba para el sector aristócrata y clerical de aquella sociedad, “un traidor a su cuna”. Entre tantas palabras, el poeta y amigo González Tuñón lo despedía: “Deodoro, querido camarada, inolvidable amigo, yo sé en qué Ongamira celeste vagará tu alma.  Morir será un pretexto para verte. Sé que nos encontraremos detrás del horizonte, donde se alcanza la acabada y perfecta desnudez del alma…”.

Entre Córdoba y Ongamira

El antiguo solar de 36 habitaciones, ubicado en la calle Rivera Indarte al 544 de la capital cordobesa, fue donde nació y murió Deodoro. Fue, además, la casona de encuentros, refugios y debates políticos. A través de los relatos de su padre, los nietos de Deodoro vivencian aquellos veranos de fútbol y juego en las calles del barrio. “Era un barrio humilde, pero con residencias grandes. Mi viejo contaba que en el verano venía el heladero y mi abuelo le pagaba por un mes todos los helados para los chicos del barrio. Le decía vos dale los helados que quieran. Y a lo mejor nunca se lo pagaba”, dicen.

En el sótano Deodoro había dejado una voluptuosa biblioteca. Uno de sus recurrentes lectores fue Ernesto Guevara, quien se había mudado de Alta Gracia a la ciudad capitalina para terminar el secundario. Luego de la muerte de Deodoro, su viuda María Deheza y sus hijos Marcelo y Gustavo, se mudaron a otra casa en la zona de ‘Alta Córdoba’. Allí, se hicieron vecinos con la familia Guevara. En sus constantes visitas, Gustavo Roca padre inicia una amistad duradera con su vecino. “Ernesto iba a la biblioteca de mi abuelo y desde allí la vinculación familiar con la familia Guevara, de alguna manera recibió sus primeras influencias en la lectura. La primera vez que Ernesto fue a una manifestación, fue con mi viejo que tenía cuatro años más que él”, cuenta Manuel. El padre del Che, Don Ernesto, había sido amigo de Deodoro, se habían conocido solidarizados en la ayuda a los republicanos durante la Guerra Civil Española. Celia de la Serna, la mamá del Che, recordó alguna vez como “las chupinas al Colegio de Ernesto eran para perderse en la biblioteca del papá de Gustavo Roca”.

Gustavo, el hijo de Deodoro, también fue abogado. Defensor de presos políticos, el nexo indispensable para el recibimiento de los fugados de la cárcel de Trelew en 1972 hacia Chile, donde los esperaba el entonces presidente Salvador Allende, quien también dejó su paso por Ongamira.

Mi padre no militaba en ningún partido. Muy vinculado con los movimientos de Latinoamérica, el Ejército Guerrillero del Pueblo, (EGP), por los años ’60; con los sindicalistas, Tosco, René Salamanca, Atilio López, algunos sectores del peronismo, Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde”, cuentan sus hijos. Ya para la década del ’70 apoyó a los movimientos de izquierda que surgían en un contexto de rebeliones. Así, Ongamira, también se transformó en el lugar de entrenamiento militar de Montoneros, ERP, MIR de Chile, Tupamaros de Uruguay. “Mi viejo no era de Montoneros, ni del ERP, era genérico”, agrega Manuel. “Los primeros tiros de los Montoneros en Córdoba se tiraron acá en la quinta de los Supaga. Hay un paredón lleno de agujeros. Yo fui el porta armas”, recuerda Gustavo.

Como en un movimiento cíclico de siglos, el Valle de Ongamira vivenció una vez más la persecución. Cuatro veces llegaron los militares con los aviones de la Armada: 1972-1975-1976-1977. “Con Lanusse en el ’72, la habían saqueado, después de lo de Trelew. Por ahí están los tiros. Con Miguel Supaga nos enfrentamos en la época de la Triple A, no quedó nada. Las otras veces ya no estábamos”.

El 27 de febrero de 1974, un golpe de Estado policial al mando del Jefe de la Policía provincial, Antonio Navarro, derrocó al gobernador Obregón Cano. El “Navararrazo”, fue el comienzo de la dictadura en Córdoba, que dio inicio a una profundización en la persecución y represión política.

En 1976 comenzó el exilio: “de los cincos hermanos, los más chicos nos fuimos el 25 de marzo de 1976 y Gustavo, con 18 años salió desde Ongamira en mayo”, cuenta Manuel que tenía 12 por aquel entonces. El mismo 24 de marzo, el estudio jurídico de Gustavo Roca fue allanado por el Ejército y luego incendiado por orden del General Luciano Benjamín Menéndez, Jefe del III Cuerpo del Ejército. La familia entera fue nombrada en las listas de los represores.

Vestigios de la lucha antimenera de vecinxs organizadxs que frenaron la explotación a cielo abierto en el valle

El exilio y el regreso

El exilio los llevó a Cuba y luego a Madrid. Fue en La Habana donde Mario Benedetti le preguntó a Gustavo por su abuelo. “En ese tiempo sabía poco de mi abuelo y Mario sabía un montón de la Reforma Universitaria”. En el hotel “La Habana Libre”, Gustavo leyó por primera vez el Manifiesto Liminar completo.

La Casa de las Américas había hecho una publicación en el año 1977 y fue la edición que le pasó Mario Benedetti. La Universidad de La Habana fue la primera en reconocer la obra de Deodoro Roca, y en homenaje el aula magna lleva su nombre. El cubano Julio Antonio Mella, se convirtió en el principal dirigente de la Reforma en Cuba, quien diría en plena década del ’20: “luchamos por una universidad más vinculada con la necesidad de los oprimidos, (…) más útil a la ciencia y no a las castas plutocráticas…”.

Para Manuel y Gustavo, el principal homenaje a su abuelo fue el sentido que se le ha dado a la formación universitaria en Cuba: “la Universidad al servicio del pueblo”, dicen pensando en aquel inspirador deseo de cambio que marcó al siglo pasado.

El exilio y todas sus formas, es personal y es colectivo. En 1982, Gustavo fue el primero en regresar a la Argentina. Hoy, los nietos de Deodoro sostienen que la Reforma no llegó a ser popular, que “la troncaron” y la acotaron a lo institucional. “Nosotros hemos cosechado un profundo amor por Ongamira, por él, por mi padre y por lo que este lugar significa en el contexto de América Latina. Pensar que en un lugarcito de la sierras de Córdoba se pudo hacer un quilombazo a nivel internacional, es porque francamente hacía falta. Y Deodoro sabía que la Reforma había quedado inconclusa”, concluye Gustavo.

El valle se despide desde el fondo de la noche: “mi abuelo fue un gran incomodador y lo sigue siendo”, dice Manuel entre risas sobre el final de una charla que desovilla una de las tantas memorias, que hacen de Ongamira el lugar de todos los tiempos.

Especial de María Eugenia Marengo para * CDM Noticias

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